martes, 22 de diciembre de 2009

Mi vida en la panadería

El otro día comencé a entender un poco más el mundo de las ventas. La semana pasada empecé a trabajar en una panadería y pude verificar que la gente está loca, o por lo menos la mayor parte.
Primero, hay una notable diversidad en las personalidades del comprador. Tenemos al comprador "A" que entra al negocio sin saludar, se sirve sus medialunas y se retira silenciosamente. Ni una palabra. A lo sumo, preguntará cuánto es. Nada más.
También podemos encontrarnos con personajes como el "B", quien entra y, a diferencia del primero, saluda cordialmente. Además, en vez de servirse por sí mismo, te pide que vayas y le sirvas vos, una medialuna al lado del otra formando entre sí una figura prolijamente simétrica. Y no importa si es un comprador que se hace llamar comprador de honor a pesar de visitar el negocio una vez cada quince días: él quiere que media docena de facturas se las envuelvas en el paquete de una docena. Y no sólo eso, sino que también te pone la condición de que estén acostadas, no paradas, en una bolsa grande. No obstante, lo peor no es eso, sino que te paga con un billete de cien.
Sin embargo, no podemos olvidarnos del comprador "C", quien entra con su nieta (de tal palo, tal astilla) y te pide medialunas con dulce de leche a las siete de la tarde. Lógicamente, no hay. ¿Por qué? Porque se vendieron a lo largo del día, y a las siete y media ya se está cerrando el local. Pero es algo que esta persona no entiende, y te pide sin decir por favor, que vayas al fondo y te fijes si entre las facturas que están allí hay de dulce de leche. Vos vas, como vendedora complaciente que sos, y le repetís que no hay. Entonces, este comprador caprichoso se ofende y se va con su docena de facturas con membrillo.
Debo decir que a pesar de estos personajes, hay algunos otros que me alegran el día en cierta forma. Por ejemplo, aquellos que apenas entran se te ponen a hablar sobre sus nietos o sobre el clima que está en constante cambio. Gracias a ellos, porque en esos momentos, en los que trato de ser lo más simpática posible, me puedo meter en mi mundo sin que nadie se dé cuenta. Lo único que hay que hacer es reir y asentir.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Los remeros, una historia sin fin

Como toda adolescente, suelo meterme en líos bastante seguido. Pero últimamente es más usual que lo deseado. Todo empezó el día que conocí a este chico, Remo (quien a su vez practica remo), quien me invitó a un mundo nuevo al que desearía no haber entrado nunca.
La idealización forma parte de mi estilo de vida. Es por esto que desde el día que vi aquellos ojos color miel, dije: "me enamoré". Y surgió una salida con él luego de que se acercara a hablarme en el gimnasio. Pensamiento es materia.
Salimos: a las doce en punto me pasó a buscar por mi casa en su camioneta... bueno, la del padre. Sentí que hubo química y es por esto que al día siguiente accedí a una nueva invitación de su parte a tomar un helado. Me agarró de la mano y todo. Parecíamos novios.
Todo siguió más que bien hasta la última vez que salimos, dos semanas después. Esa noche fue la peor. No sólo porque lo noté muy distante a Remo, sino también porque conocí a alguien que más adelante se convertiría en uno de los principales en mi lista de "personas no deseadas".
Llegué al punto de idolatrar a Remo de forma exagerada en muy poco tiempo. Es por esto que decidí poner un fin a esa situación, preguntándole a mi muchacho: “¿qué pasa acá? ¿Qué esperás vos de esta relación?”. Y si bien no era la respuesta que deseaba, era la que pretendía escuchar: "Ahora, nada. Con el tiempo… la verdad es que estoy entrenando mucho y no me puedo acostumbrar a prestarle atención a alguien más que a mí mismo.”
Podría haber pensado en Narciso y en su amor propio. Pero por otro lado, lo entendí. Me adapté a verlo día por medio en el gimnasio. Yo en la clase de localizada, él en la parte de aparatos. De vez en cuando cruzábamos miradas y yo me iba a mi casa imaginándome qué habría pasado por aquella cabeza rubia mientras me observaba transpirada, haciéndo un esfuerzo infrahumano por levantar una pesa de dos kilos.
Después de tres semanas, una inmensa felicidad me regodeaba por el simple hecho de saber que, más tarde, lo iba a ver en esas circunstancias.
Sin embargo, las telecomunicaciones le dieron una nueva voltereta a mi vida. Nicolás me invitó a salir. Otro remero más y, no casualmente, amigo de Remo. "En qué te estás metiendo?" Eran las palabras de mi madre, a las que hice caso omiso. Acepté la oferta pero para mi fortuna no se concretó.
Adiós, Remo, me olvidé de vos. Pero eso no significa que más tarde no hubiera metido la pata nuevamente con los remeros. Para nada. Es más, una tarde de gimnasio me encontré a un amigo de él (aquél de la lista de los no deseados). Éste parecía ser completamente distinto a Remo: había incursionado en el estudio de la Ingeniería Química, viajó por el mundo en busca de su destino… En fin, a simple vista parecía interesante. Sin embargo, en la primera salida, no hubo afinidad. Fui conciente de ello, pero pensé que tal vez se debía a los nervios de la primera cita. Es por esto que le di otra oportunidad para encandilarme. Y, luego de una semana de no hablar, volví a verlo en el gimnasio, donde le recordé su propuesta de ayudarme a estudiar química (la excusa por excelencia).
“Mañana, mi casa, siete de la tarde” fue la propuesta de Franco. Las palabras de mi madre rebotaban en mi cabeza: “Me imagino que no irás a la casa, ¿no?” ¡Cómo deseé haber escuchado a mi mamá, cuando, compartiendo la mesa de estudios con Franco, este parecía sólo ser un amigo más, el que me contaba acerca de sus ex novias, el que no tenía un filtro para sus palabras! Esas tres horas que compartí con “el guatemalteco” me provocaron una tristeza tremenda, un llanto interno que no deseaba hacer tan notorio. Pero cualquiera, menos él, se habría dado cuenta de mis ojos tan faltos de vida.
El detonante tomó lugar cuando, a las 21:50, Franco me confesó no le había contado nada a Remo, su hermano del alma, acerca de nuestros encuentros. "No tenés códigos." Franco asentía riéndose, pero sabiendo que lo que le decía no era tan disparatado.
Lo único que quería en ese momento era irme. Y se lo hice saber a Franco, quien respondió “¿no te querés quedar a comer?” Y ante esta oferta le dije firmemente que no.
El timbre sonó cinco minutos más tarde. “¡Dale, abrime, che! ¿Por qué tardás tanto?” Era Remo. Mi corazón comenzaba a palpitar, mientras que Franco me decía: “Vení, escondete acá hasta que yo te diga." Me atrincheró en el baño. A todo esto, Remo no venía solo, sino acompañado por un amigo y una pizza de la pizzería del tío. Imposible despacharlo. “¿Qué hacés con tantas hojas de química? ¿Estás estudiando?” “Sí, para el año que viene.”
Lo que faltaba para que aquel momento incómodo fuera realmente una telenovela, era una ventana en el baño por la cual escaparme. Pero no había ninguna, lo único que podía divisar a mi alrededor además de los componentes usuales de un baño era ropa interior colgada por doquier.
“Ya fue, salís y que te vea Remo, o te traigo las cosas y te vas.” Franco me susurró cinco minutos más tarde. La segunda opción fue la elegida.
Esperé afuera del baño a que me trajera mis cosas. La puerta de la cocina fue abierta, pero no por Franco, sino por Remo, quien, al verme con una mueca de risa y las manos sobre mi boca para no ser tan evidente, me saludó y volvió a entrar a la cocina. No sé controlar mi impulso de reír cuando me pongo nerviosa.
Las mentiras tienen patas cortas. Me despedí secamente de Franco, quien definitivamente perdió su resto de caballerosidad al decirme a esas horas de la noche “te acompañaría, pero la situación no está como para que me vaya.” Entonces, estallando de bronca, me fui sola caminando por esas calles seguramente habitada por los monstruos más tenebrosos, a la parada de colectivo.
La impotencia que me dio al no poder hablar con nadie por mi falta de crédito en el celular era tremenda. Pero cuando abrí la puerta de mi casa, me conecté a Internet, dispuesta a descargar mis penas con algún amigo disponible, y fue entonces que Remo me dijo por chat: “no te imaginaba así.” Y eso fue lo más liviano que le dijo: adjetivos calificativos como zorra, basura, no escapaban a su vocabulario. Y yo le contesté simplemente: “Si sos tan hombre, llamame, y por lo menos decime todo esto por teléfono.”
"Arruinaste una amistad de muchos años. ¿No te da vergüenza?”...Por lo menos se dignó a decírmelo durante el llamado. Decidí no esforzarme más ya que no valía la pena. “Es inútil hablar con un obstinado”, pensaba. Me pasa seguido que después de hablar con la gente se me ocurren cosas interesantísimas que decir. Y esa vez fue una de ellas.
El Lunes siguiente a lo ocurrido, fui al gimnasio y los encontré a los dos remeros juntos. Cosas que pasan.